lunes, 11 de enero de 2010

EL FASCISMO, FENÓMENO REVOLUCIONARIO

Que el fenómeno fascista pertenece al orden de los acontecimientos revolucionarios, nutridos con un estricto espíritu de la época, es para nosotros un hecho incontestable. ¿Qué hemos de pedirle en estos tiempos a un hecho político destacado para poderlo situar en la órbita revolucionaria, en la línea subversiva de servicio a la misión creadora y liberadora que corresponde a nuestra época? Sencillamente lo que sigue:

I) Que contribuya a descomponer las instituciones políticas y económicas que constituyen el basamento del régimen liberal-burgués, y ello, claro, sin facilitar la más mínima victoria a las fuerzas propiamente feudales.

II) Que al arrebatar a la burguesía el papel de monopolizadora de todo el timón dirigente, edifique un nuevo Estado nacional, en el que los trabajadores, la clase obrera, colabore en la misión histórica de la Patria, en el destino asignado a «todo el pueblo».

III) Que tienda a subvertir el actual estancamiento de las clases, postulando un régimen social que base el equilibrio económico, no en el sistema de los provechos privados, sino en el interés colectivo, común y general de todo el pueblo.

IV) Que su triunfo se deba realmente al esfuerzo de las generaciones recién surgidas, manteniendo un orden de coacción armada como garantía de la revolución.


Es evidente que el fascismo italiano admite ese cuadrilátero, y que los fascistas creen de veras que ése es el sentido histórico de la marcha sobre Roma. Ahora bien, que la subversión haya sido quizá en exceso modesta, que el influjo de los viejos poderes antihistóricos, representativos de la gran burguesía y del espíritu reaccionario, sea aún excesivo, etc., todo eso, aun aceptado, no priva a la revolución fascista del carácter que le adscribimos, y admite explicaciones muy varias. Una de ellas, la de que todo régimen necesita una base de sostenimiento lo más ancha posible, y si el fascismo, por llegar a la victoria tras de una pugna con parte de una clase obrera de tendencia marxista, se vio privado de la debida adhesión y colaboración de varios núcleos proletarios, tuvo que apoyarse más de lo conveniente en una constelación social distinta.

Mussolini rectificó, con el fascismo, la línea que los bolcheviques se afanaban en presentar como la única con derecho a monopolizar la subversión moderna. Para ello, lo primero fue considerarla como desorbitada y monstruosa en su doble signo primordial y característico: la dictadura proletaria y la destrucción de «lo nacional», es decir, el aniquilamiento político absoluto de todo lo que no fuese «proletario», y el aniquilamiento histórico, igualmente absoluto, de «la Patria».

El fascismo estaba conforme, sin duda, en reconocer la razón histórica del proletariado, la justicia de su ascensión a ser de un modo directo una de las fuerzas sostenedoras del Estado nuevo. No aceptaba su carácter único, su dictadura de clase contra la nación entera, y menos aún que eso aceptaba el signo internacional, antiitaliano, de la revolución bolchevique.

Mussolini demostró con sus «fascios» que no podía ser exacta la imputación que los «rojos» hacían a «toda la burguesía», es decir, a todo «lo extraproletario», de ser residuos podridos y moribundos. Para defensa de Italia, para machacar una revolución que él creía en aquellos dos ordenes monstruosa e injusta, movilizó masas de combatientes, extraídos de aquí y de allí -muchos de ellos ex-militantes anarquistas y socialistas-, en gran parte procedentes de los sectores señalados por los marxistas como moribundos. Su actuación, heroica en muchos casos, al servicio, no del orden vigente y de la sensatez conservadora, sino de una revolución «italiana», se impuso como más vigorosa, más profunda y popular que la actuación paralela desarrollada por el bolchevismo.

El fascismo reveló la existencia de unas juventudes, de una masa activa, extraída en general de las clases medias, que se montaba sobre la pugna de las clases, contra el egoísmo y el pasadismo de la burguesía y contra el relajamiento antinacional y exclusivista de los "proletarios". E hizo de esas fuerzas una palanca subversiva, desencadenada contra lo que de veras había de podrido y moribundo en la burguesía, que era su Estado mohoso, su democracia parlamentaria, su cazurrería explotadora de los desposeídos con la artimaña de la libertad, su sistema económico capitalista y su vivir mismo ajeno y extraño al servicio patriótico y nacional de Italia. Ahora bien, esa palanca no podía ser a la vez una revolución anti-proletaria, anti-obrera. Eso lo vio y tenía que verlo Mussolini, antiguo marxista, hombre absolutamente nada reaccionario, para quien la primera verdad social y política de la época, verdad de signo terrible para quien la ignore, consistía en la ascensión de los trabajadores, en su elevación a columna fundamental del Estado nuevo.

Ledesma

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